El libertario sabe que la sociedad perfecta
pretendida por colectivistas-utópicos (maxistas-comunistas) representa la
negación de la sociedad abierta. El homo
liberalis sabe que no hay un criterio
razonable para fundamentar la sociedad perfecta. El libertario sabe que el colectivista es un aventurero.
El libertario rechaza la construcción de una
sociedad de acuerdo a dictados de la ingeniería social izquierdista. El libertario
prefiere la teoría evolutiva de las instituciones (lenguaje, dinero, derecho, ciencia,
etcétera) a diferencia de su contrario el utópico que propone el derrocamiento
de las mismas en función de lo que él considera debe ser mejor para la
sociedad.
El homo
liberalis rechaza la teoría conspiratoria de la utopía marxista, según la
cual todos los hechos desagradables y acontecimientos negativos serían el
resultado de proyectos o conjuras organizadas por gente perversa y malvada. Y
la rechaza precisamente porque sabe que la inevitable aparición de
consecuencias no intencionadas demuestra que pueden existir fracasos sin culpa
y logros sin mérito.
Dado que el utópico colectivista presume que
sabe todo lo que tiene que ver con la sociedad (cree saber lo que es el mal, el
bien y propone un hombre perfecto que pueda hermanarse con todos sus
semejantes), la tradición libertaria es precavida, pues sabe que detrás de un utópico colectivista siempre
habita un totalitario.
El izquierdista revolucionario siempre propone
una ciudad ideal, un paraíso en la tierra, una humanidad distinta que no tenga
que ver con la miseria y con el dolor del bajo mundo. El utópico siempre
pretende cambiarlo todo, quiere comenzar de nuevo, y quiere hacerlo porque está
convencido de que la humanidad ha vivido hasta antes de él, una prehistoria. El
utópico es el súper ingeniero histórico social que cambiará todo de una vez
para siempre. El colectivista es un fantasioso.
El utópico exige siempre el sacrificio de una
generación en aras de la ilusoria felicidad de las generaciones venideras,
olvidando por completo que todo hombre es un fin, y no un medio para alcanzar
fines de otros. El colectivista termina
siendo un inmoral.
Todo revolucionario social termina cayendo en
la tentación de la serpiente, pues cree que puede conocer el bien y el mal. Es
ingenuo, inocente y charlatán. Niega la experiencia humana, y desconoce
majaderamente que toda solución de cualquier problema, crea otros, a veces más
graves y más alarmantes que los resueltos. El
utópico es iluso.
El colectivista niega que los seres humanos
somos herederos de una determinada tradición, y que hemos sido forjados por
ella. Desconocer las tradiciones para inventar nuevas, son características
comunes de estos personajes. Su descontento con la tradición provoca que la
considere su enemiga, y por tanto quiera destruirla para iniciar otra. El utópico es un reaccionario.
Al colectivista izquierdista, en el fondo, no
le interesa la humanidad; mucho menos los sufrimientos ajenos. Sus ideas no
están en función de los hombres, sino por el contrario, los hombres están en
función de sus ideas iluminadas. El
utópico es un dogmático.
El colectivista es peligroso porque quiere
acabar con todo y hacer tabla rasa de todo lo que existe. Este personaje se
presenta como quien posee la verdad total, última y definitiva; por tal razón
deduce que los demás, están en el error, enajenados por sus intereses y por su
fe ilusoria. El colectivista es
irracional e infantil.
Los colectivistas por lo general son esnobs.
Son como niños que pretenden entenderlo todo inventando dos o tres fantasmas
que suelen ser los culpables de todas las desgracias humanas. Los hay de
distintas variedades y formas. El marxismo de género ha ganado terreno últimamente
en el sector. Estos últimos ya no quieren imponer la dictadura de la raza como
ambicionó el nacional socialismo, ni la dictadura de la clase como pretendió el
comunismo como soluciones para iniciar de nuevo. Ahora se pretende imponer la
dictadura sin género que acabe con la perversión heteropatriarcal que ha usado el leguaje, la ciencia, la religión
judeo-cristiana y el capitalismo para implantar la diferenciación de lo
femenino con lo masculino como construcciones patriarcales de dominación. De
ahí los ataques a tales instituciones. El
colectivista es pretencioso y fatuo.
El colectivista no sabe generar riqueza ni para
él, ni para la sociedad. Le intolera que las cosas le cuesten. Detesta la empresarialidad
por ser una perversión capitalista. Generalmente vive infeliz. En muchas
ocasiones se asume como intelectual. Cree que la sociedad no lo entiende y le
parece una injusticia que pequeños comerciantes ganen más que él. Vive dentro
de la victimización. Es poco productivo, y si trabaja, lo hace desde
universidades públicas, donde se la pasa denunciando al neoliberalismo. Si se
convierte en político, usará la bandera de la victimización para adquirir
poder. Desde su tribuna nos recordará «ustedes
no pueden elegir porque otros han decidido por ustedes. Yo soy su salvador. Yo
los proveeré de lo que los demás les han quitado. Yo los voy a proteger». El colectivista es un resignado, un
resentido y un populista.
Guillermo Rosas
Álvarez
Físico de profesión, micro emprendedor y
profesor.