miércoles, 1 de octubre de 2014

Mi postura frente al problema del IPN

Una de las quejas de los alumnos manifestantes del Politécnico contra los nuevos planes de estudio (que por cierto no aplicará para ellos, sino para las generaciones venideras) es que incluyen conceptos como “cultura empresarial” o “cultura emprendedora”. Si entiendo bien, esto quiere decir que para los inconformes, la introducción de estos temas indica que los egresados del futuro IPN estarán forzosamente al servicio de las empresas y no de la nación mexicana. Si esto es cierto, ¿los alumnos inconformes que tanto abogan por las generaciones futuras, en realidad preferirán  que los alumnos próximos sean contratados por empresas gubernamentales que por empresas privadas?, es decir, ¿preferirán que los siguientes egresados sean antes burócratas que ingenieros, químicos, físicos, matemáticos, etcétera de empresas privadas?



Resulta asombroso cómo se vincula constantemente en nuestro país y en América Latina en general “lo empresarial” o “lo emprendedor” a cuestiones que vayan en contra de algún orden moral nacionalista o en contra de algo todavía mucho más grave.

Yo veo algunas cuestiones importantes que van en contra de las libertades individuales y que incluso caen en un autoritarismo casi invisible que me gustaría resaltar, considerando que a las actuales generaciones del Politécnico NO se les impondrá ningún cambio ya que como bien se sabe, ninguna ley es retroactiva:

¿Cómo pueden saber los actuales alumnos inconformes del Politécnico lo que desearán las siguientes generaciones de egresados?, ¿qué les hace creer que los siguientes alumnos no quieren tener una “cultura empresarial o emprendedora”?, tal pareciera que se sigue considerando que las empresas e instituciones privadas no generan ningún tipo de beneficio al país, cuando son ellas las que generan más del 70% de la riqueza, productividad y empleos en México. Y no hablo de ninguna trasnacional, ni de ningún monopolio, ni soy pagado por ninguna empresa gigante neoliberal. Hablo de las miros y pequeñas empresas mexicanas constituidas por miles de egresados politécnicos y universitarios.



Me parece que el dogma contra lo privado y la exaltación por el nacionalismo han dañado mucho la conceptualización mexicana. Es increíble que en pleno siglo XXI se siga pensando de esta manera. Los planes de estudios tienen que ser abiertos, plurales y consecuentes ante la necesidad actual del país. Lo curioso es que hoy existe menos “tecnificación” de los alumnos del Politécnico que en sus orígenes, cuando Lázaro Cárdenas lo creó. Hoy el IPN genera investigación nacional y desarrolla tecnología, y justo eso se ha logrado, gracias al vínculo empresarial público y privado con el que actualmente cuenta el Politécnico. Negar esta situación sería faltar gravemente a la verdad.

Como egresado de la Escuela Superior de Física y Matemáticas del Politécnico, y por medio de la experiencia que he tenido en mi trayectoria laboral, considero que los planes de estudio de cualquier carrera del IPN deben diseñarse con miembros del consejo politécnico, por alumnos, por egresados, investigadores, docentes y obviamente por empresarios particulares y con directores de instancias públicas. Sólo así podremos tener un beneficio mayor entre todos.



Continuar con el dogma anti empresarial privado, favorecer al Estado benefactor y además concebir que se puede y se debe actuar “en favor” de las siguientes generaciones porque consideramos que nuestra postura es la ideal para ellos resulta, obviamente, nada democrático,  excesivamente dogmático, y totalmente en contra de las libertades individuales de las generaciones futuras.


Seguir creyendo que el desarrollo mexicano sólo será posible mediante el esfuerzo de las instituciones públicas es incierto, riesgoso y fuera de lugar. De hecho, todos los egresados del IPN logramos terminar nuestros estudios gracias a la captación de los impuestos que hace el Estado de las micros y pequeñas empresas mexicanas de las que tanto parecemos renegar de manera injusta e inmoral. Ojalá pronto asimilemos, que el diablo no existe, y mucho menos, pertenece al sector privado. En cuanto más nos tardemos en entender esta sencilla lógica, menos podremos sacar provecho de las oportunidades y los vínculos entre distintos sectores productivos del país, como ya se hace exitosamente en muchos lugares del mundo.


sábado, 3 de mayo de 2014

¿Dar preferencia al apellido materno nos hace más incluyentes y menos machistas?

La Comisión de Justicia de la Cámara de Diputados, aprobó con éxito, la propuesta de que el apellido materno pueda anteceder al paterno en las futuras generaciones de mexicanos si así lo desearan ambos padres, lo cual pareciera que esta iniciativa es prudente, lógica y desde luego justa y equilibrada, donde se puede privilegiar lo materno sobre lo paterno.



Mi nombre es Guillermo, mi apellido paterno es Rosas y el materno es Álvarez. Pero supongamos que me llamo de ahora en adelante Guillermo Álvarez Rosas, ¿con eso mi familia hubiera sido más maternalista que machista?

Pues bien, tratemos de mirar despacio, ya que creo que hemos sido engañados de nueva cuenta por esta falta de lógica en que suelen caer estos grupos proteccionistas a los que les gusta proponer este tipo de iniciativas en pro de la igualdad social.

El apellido materno de cualquier mexicano no es en realidad tan materno como pudiera parecer, pues se trata en realidad del apellido paterno de nuestra madre, es decir el apellido paternal que se le impuso. Si yo hubiese sido Guillermo Álvarez Rosas, en realidad mi primer apellido sería el de mi abuelo materno y el segundo sería el de mi abuelo paterno. Es decir, seguiría envuelto en un asunto estrictamente patriarcal, sólo que mi nombre tendría mayor carga paternal de la familia de mi madre que la de mi padre, ¿dónde quedó entonces el supuesto equilibrio de la maternalidad en el  apellido?

Y esta historia se repite en cada persona, ya que en realidad lo que conocemos como apellido materno, es otro apellido paterno de una generación anterior. De hecho, podemos proponer esta primicia: Todos los apellidos maternos son en realidad paternos de otros, de la misma forma, todos los apellidos paternos, son maternos de otros. ¿Qué hacer ante tal situación?, ¿cómo salir de este atolladero? Quizá llamarme “Guillermo hijo de Irene y de Guillermo”, así sin apellido, para que mi nombre quedara con la visibilidad para mi madre y luego para mi padre. Qué tontería.



Sigamos suponiendo que soy Guillermo Álvarez Rosas, con mi apellido materno como el principal. Supongamos ahora que la futura madre de mis hijos, no hubiese tenido el privilegio de tener un apellido materno como el principal. Además supongamos por sueño guajiro de quien escribe que fuera la mismísima María Sharapova la hermosa madre. Si María y yo decidiéramos que su apellido, y no el mío, fuera el principal, nuestro hijo estaría entonces registrado como Miguelito Sharapova Álvarez. De esta forma Miguelito tendría el apellido de su madre y portaría con orgullo también el apellido de la madre de su padre. Miguelito sería dos veces materno. Ahora bien, ¿qué hará nuestro Congreso mexicano si Miguelito es sumamente maternal y quisiera registrar a su hija Petrita con el apellido materno de su madre? Legalmente Miguelito no podría escoger el apellido materno de su madre para su hija Petrita, ¿no habríamos cometido con Miguelito una injusta imposición su madre y yo?



En este tipo de absurdos suelen caer estas medidas que terminan siendo ridículas. En busca de la inclusión y de la igualdad social, se llega muchas veces a lo disparatado.

Claramente con este tipo de medidas no favorecemos en nada a evitar la discriminación hacia la mujer, situación alarmante que debe ser tomada en cuenta con acciones más objetivas. Esto tampoco ayuda disminuir las cifras anuales de violencia doméstica ni de acoso sexual que no siempre son atendidas debidamente por los Ministerios Públicos. Sobra decir que esta medida irracional no invita a reflexionar sobre el claro sexismo en la publicidad, en la que la mujer es considerada a menudo un objeto sexual.

Sucede lo mismo con las medidas equitativas que obligan a la sociedad a ser gobernados por 50% diputados de sexo femenino y 50% de sexo masculino. ¿En lugar de favorecer al sexo, no deberíamos hacerlo por su talento político en los individuos no importando que hubiera más mujeres que hombres o al revés en el Congreso de la Unión? Estas ideas tienen el mismo grado de estupidez que la que tendría al obligar a un juez a sentenciar equitativamente los procesos judiciales, donde debiéramos imponer algún castigo por equidad de género, esperando tener en las cárceles a la misma cantidad de mujeres que de hombres. ¿Qué acciones equitativas vienen después, obligaremos a los guapos a tener novias feas y a los feos a tener novias guapas en pro de una sociedad menos racista?, ¿Pluralizaremos con la @ o con la X como hacen algunos grupos para demostrar su aparente actitud de inclusión y ganar con ello mayor respeto social y por lo tanto un poder sutil?, ¿ordenaremos modificar toda la lingüística para evitar los sexismos que invisibilicen a todos los sectores?, ¿es necesario escribir mexican@s, mexicanes o mexicanxs para que en esa palabra se sientan incluidos todos los hombres, las mujeres, los niños, las niñas, los adultos mayores, los homosexuales, los bisexuales, los transgénero, las amas de casa, los bomberos, los taxistas, los estudiantes y todos los etcéteras mexicanos?, ¿hasta qué ridículo nos llevará la posmodernidad?



Por desgracia, estas ideas llenas de idealismos, son abrazadas constantemente por muchos grupos que han olvidado la razón. Tal parece que es más importante hoy en día que un discurso político esté carente de sexismos y muestre un lenguaje incluyente, que lo que ocurre en realidad a nivel individual y colectivo. Estas apariencias sociales hoy están de moda en hipsters y esnobs. Jugar a que somos más incluyentes no nos hace incluyentes. Ningún lenguaje se cambia con reglas ni con imposiciones (sea cual sea). Son las actitudes las que modifican por sí solas a los lenguajes. De la misma manera que un simple apellido no transforma actitudes paternales en maternales, o viceversa.





viernes, 21 de marzo de 2014

Por qué dejé de ser utópico y me concentré en ser liberal en todos los sentidos.

El liberal sabe que la sociedad (supuestamente) perfecta es la negación de la sociedad abierta. El liberal sabe que no existe ningún criterio racional para decidir cuál es la sociedad perfecta. Sabe que en todo utópico se oculta un aventurero. Resueltamente contrario a la violencia de la utopía, el liberal rechaza el constructivismo, es decir, la concepción según la cual todas las instituciones y todos los acontecimientos sociales serían fruto de males intencionados, de explícitos proyectos queridos y realizados. El liberal propone una teoría evolutiva de las instituciones (lenguaje, dinero, derecho, etc.), a diferencia de su contrario el utópico, que propone el derrocamiento de las mismas en favor de lo que él cree saber. El liberal advierte al científico social que no aparte la mirada de la emergencia de consecuencias no intencionadas de programas explícitamente ideados, y de este modo, el liberal rechaza la teoría conspiratoria de la sociedad, según la cual todos los hechos desagradables y acontecimientos sociales negativos serían el resultado de proyectos o conjuras organizadas por gente malvada, y la rechaza precisamente porque la inevitable aparición de consecuencias no intencionadas de acciones humanas intencionadas demuestra que pueden existir fracasos sin culpa y logros sin mérito.

La gran conspiración: el grupo de "malvados" construye las sociedades y los sistemas políticos para "oprimir" a los más débiles. Los medios usados: capitalismo, religión, patriarcado, lenguaje, género, etc. 


La tradición del pensamiento liberal se opone a los pensadores utópicos ante todo por motivos políticos: el utópico es un totalitario. Pero tras esta crítica hay una toma de posición de carácter de supuesto conocimiento: el utópico presume de que conoce el todo, el todo de la sociedad, presume que sabe qué es el mal y qué es el bien, y presume conocer al hombre perfecto.

El utópico propone una ciudad ideal, una humanidad distinta que no tenga nada que ver con la miseria y el dolor de nuestro bajo mundo. El utópico quiere cambiarlo todo. Quiere comenzar de nuevo. Y quiere hacerlo porque está convencido de que la historia que hasta ahora han vivido los hombres no es más que una prehistoria. El utópico piensa rutinariamente que es el super ingeniero de la sociedad y de la historia. Y este es el típico razonamiento del utópico: si hay que cambiarlo todo, y si es preciso comenzar de nuevo, ¿qué sentido puede tener la solución de problemas particulares?.




El utópico quiere transformar lo que no le gusta, y está convencido de que lo que no le gusta, a nadie nos conviene.


El utópico termina siendo un inmoral, ya que siempre exige un sacrificio real de una generación en aras de la ilusoria felicidad de las generaciones futuras, olvidando por completo que todo hombre es un fin: toda generación es siempre un fin, no un medio. Pero además de inmoral, el utópico carece también de base desde el punto de vista crítico, ya que cambiarlo todo y de una vez para siempre es imposible. Además, suponiendo que fuera posible cambiarlo todo, es claro que habría que empezar por alguna parte, afrontar los problemas particulares. Y la solución de un problema crea otros, a veces más graves y más alarmantes que los resueltos. El utópico es iluso.

Más aún: si es cierto todo lo que acabamos de decir, de ello se desprende que ni siquiera es posible recomenzar de nuevo. Somos herederos de una tradición, hemos sido forjados por una tradición. Si queremos llegar a algún punto desde un puerto cualquiera, será preciso en todo caso partir, y con determinados medios más bien que otros. No podemos realmente volver a empezar de nuevo. Y si esto fuera posible, entonces en la perspectiva biológica deberíamos empezar de nuevo a competir con la ameba, y desde el punto de vista cultural no llegaremos más allá del punto al que llegó Adán cuando murió, o a lo sumo, llegaríamos al hombre de Neanderthal. El utópico es un reaccionario.

El utópico ha cedido a la tentación de la serpiente y cree que conoce el bien y el mal. Basándose en este supuesto conocimiento, quiere construir un hombre supuestamente perfecto; no le interesan los sufrimientos de estos hombres que sufren y viven el mal aquí y ahora. Sus ideas no están en función de los hombres, sino que éstos están en función de sus ideas, de sus iluminados. El utópico es un dogmático.

El utópico quiere acabar con todo y hacer tabla rasa de lo que existe, borrar la prehistoria de la humanidad. Y quiere hacerlo porque está convencido de que lo conoce todo. El utópico se presenta como quien posee la verdad total, última y definitiva, y de ello deduce que los demás, todos los demás, están en el error, enajenados, ciegos por sus intereses y por su fe ilusoria. Y como nos lo demuestran todas las aventuras totalitarias, el camino más corto para obtener el consenso y para convertir a los demás del error a la verdad es el "terrorismo intelectual", y luego la tortura, la cárcel, la censura, el asesinato político, la intimidación moral, el manicomio.




lunes, 24 de febrero de 2014

El principio de la solidaridad en el liberalismo.


Asegurar una renta mínima a todos, o un nivel bajo el cual nadie caiga cuando no puede cuidar de sí mismo, no sólo es una protección absolutamente legítima contra riesgos comunes a todos, sino que es una exigencia necesaria de la Gran Sociedad.
Friedrich A. Hayek

Desde la derecha, y más aún desde la izquierda, y por parte de muchos católicos, se apela al valor de la solidaridad para criticar la economía de mercado. La economía de mercado -se dice- es exactamente lo opuesto a la solidaridad. Se ve la competencia como una guerra, que obviamente, margina a los vencidos. El beneficio no sería otra cosa que un robo. El mercado -se añade- es despiadado: lo aplasta todo y a todos, no se percata ni siquiera de la existencia de personas que, como por ejemplo los que sufren alguna minusvalía, no pueden siquiera participar en la competencia, y las críticas se convierten en un rechazo tajante y total del mercado cuando se señala a esa cosa horrible que es la compra-venta de armas mortales. El mercado de armas es uno de los argumentos que más emplean contra la economía de mercado.

No se trata, desde luego, de poner en duda las buenas intenciones de quienes -católicos o no- son contrarios al mercado en nombre de la solidaridad, con los más humildes, con los menos favorecidos, con todos aquellos que tienen urgente necesidad de cuidados indispensables y de ayuda. Pero como es sabido, de buenas intenciones están empedradas las vías del infierno. No se trata pues, de intenciones. Éstas las ve Dios. Para nosotros en la perspectiva política, lo que cuenta son los resultados de esos proyectos intencionales. Y los resultados del rechazo del mercado en nombre de la solidaridad son y han sido literalmente desastrosos, tanto para libertad, como para el bienestar de millones y millones de hombres. Sin la economía de mercado, sin la propiedad privada de los medios de producción, no es posible una auténtica democracia, un Estado de derecho y ninguna libertad individual está garantizada. Y si la economía de mercado es la base de la libertad política, es también la fuente más segura del bienestar más extenso, ya que es precisamente la economía de mercado la que ha demostrado ser el instrumento más adecuado, entre todos los disponibles, para producir riqueza para el mayor número de personas. Por consiguiente, si no queremos que la solidaridad se reduzca a una recíproca lamentación de nuestras miserias (o peor aún, el desvío -es decir, el robo- de recursos de quien produce a clientes parásitos cuyo oficio es ser electores entonces debemos afirmar -intelectualmente convencidos y moralmente motivados- que es la economía de mercado la que se configura como un auténtico instrumento de la solidaridad. Sin duda, una sociedad que haya abrazado la economía de mercado no es si será nunca el paraíso. En todo caso, es decididamente preferible dividir en partes desiguales la riqueza en un mundo de libertad y de paz en dividir en partes siempre y en todo caso desiguales la miseria en un mundo de opresión en el cual se impone necesariamente el principio de que “quien no obedece no come”.
Se mira al mercado de armas y al tráfico de drogas y se rechaza la lógica de mercado. ¿Es éste un argumento convincente? Sería como afirmar que es preciso abolir la ciencia porque la física ha descubierto la energía nuclear y la química nos ha dado a conocer los efectos del peyote. Pero es evidente que si uno emplea el veneno para matar a otra persona, la culpa no es del veneno ni de la ciencia; sólo el asesino es el culpable y malvada su ética. Análogamente si alguien se beneficia con el comercio de armas, el culpable no es el mercado, sino quienes compran y venden armas con una ética inhumana.
Se dice que los defensores de la economía de mercado son ciegos y sordos ante los sufrimientos de los más débiles, y que quieren un Estado que funcione, pero que funcione sólo para los ganadores. Pero precisamente sobre este punto, sobre las funciones del Estado y la defensa de los más débiles, son dignas de la más atenta consideración las reflexiones del más ilustre representante del liberalismo actual, es decir, Friedrich A. Hayek, Premio Nobel de Economía 1974.
Hayek está convencido de que el servicio postal del Estado es totalmente ineficaz; propone la abolición del monopolio monetario estatal (que se ha empleado para defraudar y engañar a los ciudadanos); combate el monopolio estatal de la televisión y de la enseñanza. A pesar de todo, en Derecho legislación y libertad escribe: "Lejos de propugnar un 'Estado mínimo', consideramos indispensable que en una sociedad avanzada el gobierno no tenga que emplear el propio poder para recolectar fondos a través de impuestos para ofrecer una serie de servicios que por diversas razones no puede ofrecer –o no puede hecerlo en la forma adecuada- el mercado”. Tan es así, afirma Hayek, que muchas de las comodidades capaces de hacer tolerable la vida en una ciudad moderna las proporciona el sector público: “la mayor parte de las carreteras (…), la fijación de los índices de medida, y muchas otras clases de información que van desde los registros catastrales, mapas y estadísticas, a los controles de calidad de algunos bienes y servicios”.
Para Hayek, la esfera de las actividades no vinculadas por leyes gubernamentales es muy amplia. Es cierto que exigir el respeto a la ley, la defensa de los enemigos extranjeros, el campo de las relaciones internacionales son actividades del Estado. Pero ciertamente hay algo más, ya que “pocos pondrán en duda que sólo esta organización (dotada de poderes coactivos: el Estado) pueda ocuparse de las calamidades naturales, como huracanes inundaciones, terremotos, epidemais, etc., y adoptar medidas capaces de prevenirlas o remediarlas. Y así es evidente que el gobierno debe controlar ciertos medios minerales y ser esencialmente libre de emplearlos según su propia discreción”.
Pero hay –y aquí las consideraciones que siguen son de extrema importancia y desmienten bastantes interpretaciones apresuradas y ciertamente no documentadas del pensamiento de Hayek- “hay aún –escribe Hayek- toda una clase de riesgos respecto a los cuales sólo recientemente se ha reconocido la necesidad de la acción de gobierno debido al hecho de que, como resultado de la disolución de los vínculos de la comunidad local y el desarrollo de una sociedad abierta y móvil, un grupo creciente de personas no está estrechamente ligado a grupos particulares con los que contar en caso de desgracia. Se trata del problema de quienes por razones diversas, no pueden ganarse la vida en una economía de mercado, tales como enfermos, ancianos, minusválidos físicos o mentales, viudas y huérfanos –es decir, quienes sufren condiciones adversas, que pueden afectar a cualquiera y contra las que muchos no son capaces de defenderse por sí mismos, pero que una sociedad que haya alcanzado un cierto nivel de bienestar puede permitirse ayudar”.

Una sociedad que haya incorporado la “lógica del mercado” puede permitirse la consecución de fines humanitarios porque es rica: puede hacerlo mediante actuaciones al margen del mercado y no a través de maniobras que sean correcciones del mercado mismo. Pero he aquí la razón por la que –según Hayek- debe hacerlo: “Asegurar una renta mínima a todos o un nivel bajo el cual nadie caiga cuando no pueda proveer por sí mismo, no sólo es una protección absolutamente legítima contra riesgos comunes a todos, sino que es una función necesaria de la Gran Sociedad en la que el individuo no puede apoyarse en los miembros del pequeño grupo específico que ha nacido”. En realidad, subraya Hayek, “un sistema que invita a dejar la relativa seguridad que se tiene perteneciendo a un grupo restringido, probablemente producirá fuertes descontentos y reacciones violentas, cunado quienes disfrutaron antes de los beneficios se encuentren, sin culpa alguna, desprovistos de ayuda, porque ya no tienen capacidad de valerse por sí mismos”.


viernes, 24 de enero de 2014

Homo liberalis

Antigüedad clásica y cristianismo son los verdaderos antepasados del liberalismo, ya que son los antepasados de una filosofía social que regula la relación, rica en contrastes, entre el individuo y el Estado según los postulados de una razón presente en todo hombre y de la dignidad que corresponde a todo hombre como fin y no como medio, y de este modo contrapone al poder del Estado los derechos de libertad del individuo. 
Wilhem Röpke

El liberal es una persona consiente de la falibilidad propia y de los demás, así como la propia y ajena ignorancia; el homo liberalis consiente de que «el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente» no se plantea la pregunta sobre quién debe mandar, sino que más bien trata de responder a la pregunta sobre cómo controlar a quien manda; frente al estatismo el liberal es liberalista: defiende la economía de mercado, no sólo porque éste genera el más amplio bienestar, sino sobre todo porque sin economía de marcado no puede haber Estado de derecho –y de hecho «quien posee todos los medio establece todos los fines». El liberal rechaza la idea libertiticida según la cual por encima del individuo habría alguna otra entidad –como por ejemplo el Estado, el partido, la clase, etc.- autónoma e independiente de los individuos: sólo existen individuos. El liberal sabe que la (supuesta) sociedad perfecta es la negación de la sociedad abierta: en todo utópico dormita un cabecilla. El liberal no es conservador: el conservador teme las novedades; el liberal, en cambio, asume la competencia como procedimiento de lo nuevo. El liberal no es anárquico, no es libertario: el liberal admite que hay funciones y tareas que confiar al gobierno. El liberal, al revés que los constructivistas sabe que no todas las instituciones y no todos los acontecimientos histórico-sociales son resultados de planes intencionados, pues se dan efectivamente consecuencias no intencionadas de acciones humanas intencionadas. Y por tanto el liberal es contrario a la teoría conspiratoria de la sociedad, según la cual todos los acontecimientos sociales negativos serían fruto de conspiraciones o conjuras tramadas por enemigos o en todo caso por individuos malvados –lo cierto es que puede haber fracasos sin culpa y triunfos sin mérito. El liberal defiende, contra el Estado omnívoro, los cuerpos intermedios y las instituciones voluntarias. El liberal sabe que el mercado –al igual que la ciencia- es siempre inocente: si alguien obtiene beneficios vendiendo armas o droga, el culpable no es el mercado, sino aquellas personas que las venden y compran, cuya ética es inhumana. Lo que, pues, en este caso hay que reformar no es el mercado sino la ética; y los ineficaces han sido los profetas, maestros y predicadores. Tampoco hay que pensar que el mercado niegue la solidaridad. La Gran Sociedad, ha enseñado, entre otros, F. A. Hayek, no sólo puede ser solidaria porque es rica y por tanto puede permitírselo; sino que debe serlo porque, al haber roto los vínculos que mantenían unidos a los individuos en el pequeño grupo, elimina aquella seguridad y protección de la que gozaban los débiles: de donde el deber del Estado de atender a los necesitados de ayuda. Mercado y solidaridad son perfectamente compatibles. No lo son, en cambio, mercado y derroche de recursos, mercado y corrupción; el estatismo convierte al hombre en ladrón, y transforma a los ciudadanos en mendigos víctimas del chantaje que por oficio son electores. Y por último, el liberal no es anticlerical. Escribe Hayek: «A diferencia del racionalismo de la Revolución francesa, el verdadero liberalismo no tiene nada contra la religión, y yo no puedo menos de deplorar el anticlericalismo militante y esencialmente iliberal que animado a buena parte del liberalismo continental del siglo XIX.»

Friedrich Hayek