Meterse en el pupitre lo hacía sentirse seguro. Su cuerpo se tranquilizaba cuando la madre Carmela ni lo escuchaba ni lo veía. Se la pasaba mirando a Evangelina de reojo durante toda la clase. Eso le provocaba gran emoción. Las horas eran más agradables si la podía contemplar, aunque fuera poquito, pero con eso bastaba para tener una alegría inmensa.
Casi nada entendía de lo que decía la madre Carmela, porque mientras ella hablaba, él se perdía en sus imaginaciones. Que si la Santísima Trinidad eran dos hombres y una paloma en un mismo ser, que si el mentado Satanás era o no era una serpiente, que si el Ave María era un ave o una oración, que si las tediosas matemáticas, que si la aburrida gramática, en fin. Él no sabía muy bien de cuentas, pero en las cosas de Dios todo podía ser posible. Al menos así lo decía la madre Carmela, quien aseguraba que tres era igual a uno si se trataba de la Santísima Trinidad, pero en matemáticas, las cosas eran distintas mientras miraba a todos sus alumnos a través de unos lentes de aumento que parecían binoculares; y como ella lo decía, entonces debía ser cierto. Lo peor llegaba a la hora de la aritmética cuando ella lo ponía a sumar o a restar, porque todo se complicaba, nueve manzanas menos cuatro manzanas, eran unas manzanas mal nacidas porque de plano él decía que eran seis o tres o dos. Nunca adivinaba exactamente. Hasta hacer espiralitos en el cuaderno doble raya se le complicaba, porque la madre Carmela los hacía derechitos, limpios y bien curveados, mientras que a él le salían todos cuadrados, chuecos y muy sucios. Nunca supo por qué a la madre le salían de una forma y a él de otra. Los demás niños se burlaban de él a toda hora por ser el más burro. Así luego le decían el burro. Cuando la madre Carmela le ordenaba que se pusiera de pie, él de inmediato se ponía a sudar porque o una de dos, o no escuchaba bien, o las más de las veces no entendía la pregunta. Se le trababa la lengua, buscaba la respuesta en el piso del salón, contestaba con otra pregunta o de plano se callaba para no decir una tontería.
Cuando los niños del salón oraban el Credo: …Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible… significaba que era la hora de salir. Él nunca pudo aprenderlo de memoria, pues a parte de extenso y complicado, él se hacía bolas entre lo visible y lo invisible. Las veces que él le preguntaba a la madre Carmela sobre la diferencia entre lo que se podía mirar y lo que no, ella le contestaba: -Antes de hacer preguntas tontas aprende de memoria la oración porque si sigues así no habrá Primera Comunión para ti-. Además, si todo lo había creado el Creador… ¿quién entonces habría creado al Creador? Con mayor razón él mejor optaba por mirar a Evangelina mientras ella coreaba a coro con el resto de los niños: …creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos… A la salida la madre Carmela regalaba pedacitos de hostia a cada niño, a quienes además recomendaba: -No la mastiquen, aunque no esté bendita representa el cuerpo de Dios. Estudien el catecismo-.
Salían en fila de uno en uno. Él era el último, para que los demás no vieran sus zapatos deshilachados y parchados. Boleaditos eso sí, pero abiertos de la suela como si tuvieran hambre. Ya en la puerta del colegio corría para llegar a casa. Como tortuga ninja saltaba de calle en calle de Comitán, el pueblito chiapaneco donde le había tocado vivir. Doblaba la esquina a tiempo para cruzarse en el camino de Evangelina, la niña de color canela y ojos café claro. La seguía por la calle Hidalgo, luego por Aldama hasta llegar a Corregidora. Caminaba detrás de ella. ¿Lo veía? Por lo menos la niña no lo daba a notar, pero el contemplarla una vez más bastaba para que el mundo se llenara de color. Evangelina nunca volteaba para darse cuenta que él la seguía hasta verla entrar en la casa del portón. Era una casa de balcón y ventanas de madera que se sostenía en pie sólo porque había aún gente que la habitaba. A un mes de que terminaran las clases en el colegio de monjas, la siguió por la calle. Por Hidalgo y Aldama, hasta la esquina con Corregidora. Disimuladamente imaginó que Evangelina daría vuelta en la esquina, como siempre, para dirigirse hacia el portón de madera. Para su sorpresa la niña se detuvo junto a la puerta de la panadería de doña Petra y giró para esperarlo de frente. No tuvo tiempo para disimular o para cambiarse a la banqueta contraria, ni para dar vuelta, o para inventar que iba a ver a la abuela Felicia que vivía a tres cuadras, o que iba a comprar no sabía qué en la tienda de don Macario que vendía kilos de 900 gramos. -¿Tú por qué me sigues?- le impuso la niña.
No supo de plano qué contestar y agachó la mirada como si estuviera delante de la madre Carmela, esperando hacerse invisible para no demostrar su rostro sonrojado. Evangelina esperó la respuesta. Él quería escapar montado en una enorme paloma blanca (igualita a la del Espíritu Santo) mientras sus nervios colorados hacían latir cada vez más de prisa su corazón. -A ver contéstame, ¿por qué me sigues?- le insistió la niña. -Quiero que seas mi novia- No pensó en las condenadas palabras que acababa de pronunciar, sintiendo que se moría, que el mundo se había hecho tan pequeño que a penas tenía cabida para él. Cerró los ojos con fuerza esperando quizá mirar la parte invisible de Evangelina dentro de sus ojos. -Si quieres… somos novios entonces- contestó la niña mientras le sonreía con esos ojos en los que habitaba una alma tierna; porque ninguna otra persona tenía una manera tan linda de mirar. Lo tomó de la mano para seguir por Corregidora. Él sentía algo parecido a unos tamborazos dentro de su pecho, como si la banda de guerra de la escuela se le hubiera metido con todo y trompetas, esa misma que cada lunes tempranito sonaba en el patio central para saludar a la bandera. Al llegar a la esquina con Independencia se despidieron. -¡Hasta mañana, nos vemos mañana en la escuela!- alcanzó a escuchar que Evangelina le decía mientras él a penas oscilaba su mano temblorosa de derecha a izquierda. Sus manos le sudaban como si la madre Carmela le hubiera hecho una de sus complicadas preguntas. Después de calmar el escándalo interior que se originó desde su corazón, retomó de nuevo la realidad. La misma que siempre fue visible para él, esa misma que jamás había sido invisible, ¿sería? Camino a su casa repentinamente se encontró con la Plaza de la Vasija, quien le hizo recordar a su abuelo Julián, con quien siempre le gustó platicar, sobre todo cuando le contaba cómo había conocido a la abuela Felicia, de quien según su abuelo amó hasta la muerte.
Al llegar a casa, después de quitarse los zapatos para guardarlos bajo la cama, barría la suciedad que dejaban las gallinas en el patio. Luego iba con los puercos. No le gustaba caminar en el estiércol, pero tenía que hacerlo para llegar a los comederos y poder vaciar la cubeta llena de nixtamal revuelto con tortilla dura; después echaba agua en los bebederos donde los perversos hocicos se hundían para impregnar el agua con pedacería de tortilla y lodo. Lo que menos le gustaba de esos animales eran sus ojos, que parecían mirarlo con demasiado terror. ¿Ellos podrían a caso mirar la parte invisible del mundo? No lo sabía. Antes de que anocheciera, la mamá les preparaba una taza de té de naranjo (o café con leche cuando había para más), calientito y dulce, para Nayeli su hermana mayor y para él. Sopeaba la punta del bolillo, hundiéndola en el té caliente hasta que lo terminaba. El papá mejor prefería su plato de frijoles, dar una mordida de tortilla y otra al plato de pozol. Se alumbraban con un foco de 40 watts, el que terminaba por apagarse la mayoría de las veces debido a las variaciones de corriente. Antes de irse a la cama recortaba nuevas plantillas de cartón para introducirlas en sus zapatos, luego los cepillaba para dejarlos brillantes; con las costuras a la vista, pero brillantes. Rezaba tres Padres Nuestros y tres Aves Marías para espantar al chamuco, y se metía en la cama para dormir en santa paz. Y así era, pues dormía siempre pensando en Evangelina, la niña más hermosa del cielo y de la tierra… de todo lo visible e invisible. La madre Carmela le había amenazado con que para él no habría Primera Comunión, por no merecer aún el cuerpo de Dios dado que no sabía el Catecismo. Que lo iba a reprobar por ser un holgazán para estudiar el Santo Evangelio. Ese mismo que parecía tener el mismo nombre de la niña más linda del mundo, porque en definitiva Evangelina y Evangelio eran palabras muy parecidas pero muy diferentes, razón válida para confundir las cosas, de la misma manera que ocurría con lo visible y lo invisible, palabras tan parecidas y al mismo tiempo tan contrarias. También la mamá lo decía cuando hablaba con la tía Roberta: -Mijo es un burro-. Lo señalaba. Y la tía contestaba: -Pus sí, en cambio si vieras a la hija de Doña Meche que ya hace las cuentas re bien; esa sí es aplicada. Se sabe estupendo el catecismo- decía la tía.
Lo peor no era que la hija de doña Meche fuera Evangelina, la niña que no era como el resto de las niñas, porque en definitiva ella era la más hermosa de todas. Lo más grave era que él ni siquiera sabía trazar los palitos que los niños mucho más chicos que él lo podían hacer. Mucho menos iba a saber de cuentas. Y menos cuando el trío de la Santísima Trinidad eran tres pero también eran uno. Cosa que no ocurría con las manzanas, porque por muy grandes o chicas que fueran, tres siempre eran tres y nunca una. Lo único que sabía es que Eva, la otra Eva, la que nunca fue Evangelina, engañada por Satanás en forma de serpiente, le había dado de comer una maldita manzana al tal Adán. Una manzana que imaginaba roja y del tamaño de un melón (por lo del pecado mortal). Pero… ¿por una manzana? La idea de la paloma blanca lo atormentaba todo el tiempo, porque cada que se encontraba una en la Plaza de la Vasija se imaginaba que Dios se iba a manifestar recordándole que para él no habría catecismo por ser tan burro. Con los diez mandamientos resultaba lo mismo, también se equivocaba cuando la madre Carmela le preguntaba: ¡A ver el octavo mandamiento! Y se equivocaba con mayor razón al sentir la mirada de Evangelina a su espalda, porque a lo peor ella pensaba: ¡Qué novio tan estúpido tengo! A la madre no le fallaba la puntería: le preguntaba justo cuando no sabía o estaba distraído, y le atinaba por más que él hiciera por esconderse en el pupitre. Curiosamente el primer mandamiento sí que lo sabía: amarás al Señor tu Dios sobre todas las cosas. Claro, porque Dios había creado al mundo y al universo en seis días. Y ese mandamiento casualmente la madre nunca le preguntaba si lo sabía. En cambio cuando le tocaba responder a Evangelina, la niña se levantaba del pupitre para responder con toda exactitud mientras los demás chamacos se quedaban con la boca abierta. No en balde Eva era una niña muy especial, a parte de que no existía otra más hermosa. Siempre limpia, bien peinada y con un aroma mucho más rico que el del té de naranjo. Él siempre la miraba. Calculaba el momento exacto para voltear y observarla, mientras Eva permanecía con la mirada al frente, atenta, ¿pensativa? Sin que su mamá se diera cuenta, hurtaba dinero para comprar barquillos de nieve, miguelitos o gelatinas en tubitos de plástico con azúcar en los extremos para regalarle a Eva, o mejor dicho: a Evangelina, cuando se veían en la plaza. Los domingos en la tarde se sentaban en una banca, y mientras la orquesta del pueblo tocaba valses y melodías románticas, Eva le platicaba de sus hermanos, de sus primas, de sus tías, de su padres y de los planes que tenían para irse a la capital, a México, esa ciudad que sólo conocía por las fotos que venían en los libros de texto de la SEP que nunca usaban en el colegio de monjas más que cuando le dejaban las terroríficas tareas que nunca podía hacer no por no querer, sino por no saber.
Cuando estaban a una semana de terminar la escuela y de que el grupo completo hiciera la Primera Comunión, la madre Carmela examinó por turno a cada uno de los alumnos. Al finalizar con él, le dijo: -tú eres el peor de toda la clase y tendrás que esperarte hasta el próximo año-. En los ojos de la monja no había compasión, eran fríos. Detrás de sus lentes parecían vivir dos ajolotes. Esos que después de un tiempo viviendo en las aguas estancadas sin ningún tipo de hechizo se convertían en sapos enormes y feos. Ya los papás habían invitado a toda la familia para celebrar la Primera Comunión. Las tías con sus esposos que también eran ya sus tíos, la abuela Felicia, los primos, todos estaban invitados a la comida después de recibir por primera vez el cuerpo de Dios en forma de hostia bendita. Hasta la piruja de la tía Lucrecia estaba invitada. Así lo decía la mamá: Lucrecia es una piruja, la han visto con uno y con otro en la capital. Pero ¿qué quería decir la palabra piruja? Sonaba como a bruja. ¿Sería? Al menos la tía Lucrecia no lo parecía. Al contrario, era la más elegante de todas sus tías. Una de las madres se acercó a la madre Carmela para decirle: -había de dejar que el muchacho haga su Primera Comunión, se ve que es de cabeza dura, pero ya aprenderá-. Eso dijo la madre asistente, pero la madre Carmela no se conmovió: -nuestro deber es que estos niños sepan bien el catecismo; ya ve cuanta ignorancia existe en esta gente- respondió. Lo cierto es que la madre Carmela aborrecía al mundo visible, se le miraba en los ojos, que a veces eran ya, como unos sapos. Al salir de la escuela sí que sintió arder las piedras bajo la suela de sus zapatos. ¿Ahora qué iban a decir su mamá y su papá? Por un momento sintió ganas de convertirse en paloma blanca y volar hasta la capital o a cualquier otro lado que sonara lejos. Sintió un peso enorme sobre su cuerpo, como si una manzana grandota, colorada y del tamaño de un melón le colgara sobre su espalda. ¿Sería? Al papá no le importó, dijo: -es igual que haga la Comunión el próximo año o el siguiente, así juntamos dinero para la fiesta. Con tanta miseria y con este gobierno que quiere matarnos de hambre, no nos alcanza para mucho- al mismo tiempo que escupía una bocanada de humo para después dormirse el resto del día.
Para obscurecer, la mamá entró en el cuarto alumbrada por la flama de una vela, porque la luz del foco se había ido. Haría la Primera Comunión el próximo año, ni modo. ¿No debería sentirse triste el niño por no hacerla?
Lo miró de lejos. Oró por él y se volvió a su cuarto. Él no estaba carente de emoción. Era a Evangelina a la que llevaba en el pensamiento y en las noches soñaba con ella. ¿Estaba enamorado con el mismo sentimiento del que tiempo atrás le había hablado el abuelo Julián? Se envolvió en las cobijas, se le olvidó rezar por tener la mente intermitente en la niña más linda de todas, cerró sus ojos, miró lo invisible detrás de sus ojos cerrados y solito le llegó el sueño. Al otro día al amanecer se dio cuenta que mientras la noche había transcurrido, él había soñado con Eva, no con la del pecado original, sino con Evangelina, la niña de piel hermosa y color canela. Supo que había estado en el paraíso, un hermoso lugar donde desde luego no había ajolotes, si sapos, ni estiércol, ni credos y mucho menos sumas y restas. Era un paraíso invisible que había logrado mirar mientras dormía. Lo más emocionante de todo era la presencia de Evangelina. En lugar de manzanas rojas había helados sabor chocolate y en lugar de serpientes había miguelitos, gelatinas, y mucha alegría. Desde que se hicieron novios acompañaba a Evangelina hasta su casa y el último día del colegio ella lo tomó de la mano, en la calle Madero, a la sombra de un ahuehuete le contó que ella tampoco haría la Primera Comunión porque antes sus papás se la llevarían a la capital. Le dijo que nunca lo iba a olvidar. Y como despedida lo besó en los labios.
Así sucedió.
La tarde siguiente tras ir a buscarla a la casa del portón, no la encontró. Alguien, una señora, le dijo que esa familia ya no vivía allí, que se habían cambiado a la Ciudad de México. Nada más. Durante el camino de regreso se llenó de tristeza. A lo largo de la calle Corregidora se le soltaron las lágrimas. Incoloras, casi invisibles pero bien saladitas. Una lluvia cayó desde no sabía qué lugar. A sus zapatos se les botaron las costuras. Los sapos atraídos por la lluvia comenzaron a salir. El cielo se hizo gris, pero poco a poco se fue ocultando mientras cerraba sus ojos llorosos cada vez con más fuerza. Lo visible se hacía invisible. No había palomas blancas, ni paraísos, ni valses, ni miguelitos, ni gelatinas, ni alegrías. El pueblo, con sus calles vacías y mojadas, estaba muerto. Sapos que habían sido ajolotes parecían burlarse de él. Al año siguiente haría la Primera Comunión, pero ya nada importaba. El mundo se había quedado vacío e invisible.
En el campanario de la Iglesia sonaba la primera llamada a misa que anunciaba la Primera Comunión de los mejores niños. Su corazón en cambio parecía no hacer ruido alguno. En su imaginación se sentía desterrado de su propio paraíso, mientras que en su pensamiento sólo repetía: Evangelina se fue.
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